Según la tradición, las mujeres del norte vistieron de negro en señal de duelo por los incas desaparecidos. Sin embargo, a juzgar por el testimonio de algunos cronistas, parece que era costumbre antigua en ciertas zonas. Vázquez de Espinosa, en 1615, refiriéndose a Piura, dice:.y las indias se visten un saco grande de algodón negro, y las graues, o cacicas les muestra vna vara de cola como canonigos de Sevilla o Toledo, y cuanto mas grande mas cola aunque tienen puesta en aquello su autoridad…”
(1984: 372). Otros no mencionan el color, lo que hace suponer que los hubo también blancos o de colores. Desarraigar esa costumbre fue ardua tarea para los gobernantes virreinales. Después de la sublevación de Túpac Amaru II, en 1780, el visitador Juan Antonio de Areche ordenó, sin éxito, cambiar la forma y el color de la indumentaria indígena norteña y más tarde, al declararse la independencia del Perú en Trujillo, nuevamente se intentó, sin conseguirlo, eliminar su fúnebre aspecto.
Fue sólo a fines del siglo pasado cuando las mujeres decidieron disminuir en su atuendo el color negro, aunque sin desterrarlo por completo.
El cambio se inició al vestir el obscuro capuz, que ellas llaman anacu, sobre camisones o culecos blancos de tela de algodón bordados con hilos de colores que, asomando por el escote y las aberturas para pasar los brazos, dieron vistosidad al conjunto, acentuada aún más con fajas policromas ceñidas a la cintura. La transformación de la original túnica prehispánica norteña continuó con el tiempo.
Posteriormente, en las primeras décadas del siglo XX, eliminaron la parte superior del vestido, manteniendo la falda a la que, como anteriormente el capuz, dieron mayor vuelo e la parte posterior, ciñéndola a la cintura con las mismas fajas multicolores, desde entonces se ha mantenido casi estable.
Son muy afectas a adornarse el cabello con flores y cuentan las abuelas que ellas solían usarlas ensartadas como collares. Por lo general peinan el cabello con dos gruesas trenzas, entrelazadas con fibras de algodón pardo, que llevan sueltas o levantadas y enrolladas alrededor de la cabeza. Caminan pata calata, es decir con los pies descalzos. Vistieron las mujeres de esta manera hasta aproximadamente la década del 40 hasta que paulatinamente la costumbre entró en desuso. Sin embargo se mantiene entre las “catacadas” ancianas.
Para resguardarse del fuerte Sol norteño y como complemento indispensable usan amplios sombreros de palma, adornados con cinta negra. Algunas poblaciones de la región se distinguen por la artesanía especializada en estos sombreros, como Monsefú en el departamento de Lambayeque, y Celendín en el de Cajamarca, centros proveedores de sus vecinos. Se adornan las orejas con las dormilonas, típicos pendientes de filigrana de oro de 18 kl. Por lo general en el cuello llevan una cruz de la misma figura, colgada con angosta cinta negra o una cadenita de oro, y las mujeres ricas varios collares hechos del mismo metal. Estas joyas, trabajadas con el oro viejo de las indias, que deslumbrara a los conquistadores españoles y las cortes europeas en el siglo XVI. Las dormilonas, específicamente, integran un juego de aretes. Estos se dividen en dos partes. La redonda, que se encuentra en la parte de arriba de la joya se llama “aroma” y lo que cuelga y da forma al arete, es “la dormilona” en sí. Por supuesto, que son complementadas por anillos y pulsera del mismo metal, lo que da al conjunto un aspecto milunanochesco.
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